
La importancia de la prensa durante la Guerra Civil Española fue mayúscula en los dos bandos. Muchos de los mejores corresponsales internacionales de guerra se forjaron en el conflicto español, algunos de ellos escapando milagrosamente de las bombas y las balas. Al igual que sucede en nuestros días, todos esos periodistas intrépidos que trabajaron en España entre 1936 y 1939 tuvieron que lidiar con la figura de los jefes de prensa. Se trataba, por lo general, de personas adictas tanto al bando republicano como al nacional que compaginaban su labor de coordinar a los medios con la de censurar las informaciones que para ellos podían desentrañar algún riesgo. Algunos de ellos vivieron la Guerra Civil en Madrid, otros la siguieron a pocos kilómetros de distancia.
El extravagante jefe de prensa de Franco
El terrateniente salmantino Gonzalo de Aguilera y Munro tenía 40 años cuando empezó la Guerra Civil Española. Al estallar la sublevación este antiguo militar no tuvo dudas y se unió a los rebeldes poniéndose muy rápido al servicio de Franco. De madre con orígenes escoceses, De Aguilera tenía una facilidad enorme para hablar idiomas: además del inglés, dominaba perfectamente el francés, alemán e italiano. Por sus conocimientos lingüísticos fue destinado a la oficina de prensa del Cuartel General de Mola como enlace entre los medios de comunicación y el Estado Mayor nacionalista.

Las funciones de Gonzalo de Aguilera y Munro (Conde de Alba de Yeltes) eran por un lado las de ejercer como portavoz ante la prensa de las ideas nacionalistas y por el otro, acompañar a los periodistas extranjeros y ‘facilitar’ supuestamente su trabajo dentro de las unidades sublevadas. Desde muy pronto, su carácter extravagante y autoritario le jugó muy malas pasadas. Relata Paul Preston en ‘El Holocausto Español’ que el aristócrata castellano se jactaba de haber fusilado a seis braceros que trabajaban en sus tierras nada más empezar la guerra para atemorizar al resto de sus trabajadores. Esta información del hispanista de Liverpool deja muchas dudas.
Los conflictos del Conde de Alba de Yeltes con los corresponsales extranjeros fueron muchos y de lo más diversos. Uno de ellos fue especialmente violento con el periodista estadounidense de la CBS John T Whitaker al que llegó a amenazar de muerte. Tras la conquista de Badajoz por parte de los franquistas, el general Yagüe que había sido el encargado de dirigir las operaciones, le respondió lo siguiente a Whitaker a la pregunta de si era verdad que había fusilado a 4.000 personas:
«Claro que los fusilamos. ¿Qué esperaba? ¿Suponía que iba a llevar a 4.000 rojos conmigo mientras mi columna avanzaba a toda velocidad? ¿Suponía que iba a dejarles sueltos a mi espalda?»
Las palabras de Yagüe levantaron una polémica enorme al otro lado del charco. Franco culpó directamente a su responsable de prensa (Gonzalo de Aguilera) de haberse relajado en su trabajo permitiendo que el periodista estadounidense enviara una crónica tan polémica a su país. Indignado con la reprimenda del Generalísimo, el Conde de Alba de Yeltes le amenazó de muerte a Whitaker mientras éste cubría la liberación del Alcázar de Toledo. Acosado por De Aguilera, el corresponsal de la CBS tuvo que salir de España en 1937 pero se llevó consigo unas polémicas declaraciones de Gonzalo:
«Hay que matar a todos los rojos para extirpar el virus bolchevique y librar a España de ratas y piojos. Al fin y al cabo, ratas y piojos son los portadores de la peste. Ahora espero que comprenda usted qué es lo que entendemos por regeneración de España… Nuestro programa consiste… en exterminar un tercio de la población masculina de España. Con eso se limpiaría el país y nos desharíamos del proletariado. Además también es conveniente desde el punto de vista económico. No volverá a haber desempleo en España, …¿se da cuenta?».
Gonzalo de Aguilera era un tipo de lo más excéntrico. Así le definían incluso sus propios amigos que relataron con el paso de los años que el capitán de prensa de Franco viajaba durante toda la guerra conduciendo un mercedes deportivo de color amarillo con dos rifles de precisión en la parte trasera del vehículo. El periodista y militar inglés Peter Kemp, que combatió con los nacionales en la Guerra Civil dijo:
“Don Gonzalo de Aguilera, conde de Alba de Yeltes, grande de España, era un viejo soldado de caballería de lo que creo que se conoce como ‘vieja escuela’. Es decir, era amigo personal del rey Alfonso XIII, gran jugador de polo y magnífico deportista; hablaba inglés, francés y alemán a la perfección (me dijo que su madre era escocesa). A pesar de que viajaba mucho, no descuidaba sus propiedades y pasaba gran parte de su tiempo cuidando de sus fincas cerca de Guadalajara. Poseía gran cultura, profundos conocimientos de literatura, historia y ciencia. Sus no menores conocimientos de vituperación durante la guerra civil le ganaron el apodo de ‘Capitán Veneno’.
Kemp también dijo en su obra ‘Legionario de España’ que el responsable de prensa del Generalísimo también solía decir con cierta frecuencia que los nacionales debían «haber fusilado a todos los limpiabotas de España». El terrateniente salmantino tenía claro que «el individuo que se agacha a los pies de uno en un café o en la calle, seguramente es comunista». ¿Por qué no fusilarle y acabar con él de una vez?»

Terminada la Guerra Civil, el Conde de Alba de Yeltes se retiró a su finca de Salamanca ‘Dehesa de Carrascal de Sanchiricones’ en Matilla de los Caños, una propiedad que ya no pertenece a la familia De Aguilera. Durante dos décadas se mantuvo al margen de la vida política de España, quizás por estar en desacuerdo con la no restauración de la Monarquía. Solía acudir semanalmente a una prestigiosa tertulia de médicos en Salamanca ciudad que tenía lugar en el Café Novelty de la Plaza Mayor.
Las personas que le conocieron aseguran que nunca supo adaptarse a la vida civil. La guerra para él lo fue todo y su reinserción le provocó trastornos que preocupaban a su familia. Sin saber demasiado bien los motivos, en los años sesenta sufría paranoias que preocupaban de sobremanera a su esposa. Tanto su hijo Gonzalo como Agustín, ya mayores, decidieron volver a vivir en la Dehesa con sus padres ya que el carácter violento del Conde asustaba tanto a su mujer como a sus sirvientes.
Con sus hijos en la Dehesa, el ex oficial de prensa de Franco se sintió secuestrado por su propia familia por lo que decidió escribir una carta a las autoridades pidiendo su liberación. Los problemas psiquiátricos del Conde de Alba de Yelpes crecían por momentos hasta que se produjo la tragedia la tarde del 28-8-1964. Gonzalo de Aguilera sacó sin venir a cuento una pistola y disparó a bocajarro a su hijo Gonzalo en el interior del despacho del terrateniente. El hijo, capitán de caballería que se había casado con una enfermera (hecho que angustiaba al Conde por ser de un linaje inferior), intentó repeler la agresión. No pudo. Murió desangrado. Su hermano Agustín también cayó abatido por la Colt de su padre cuando trataba de huir a la cocina. Su esposa tuvo que salir de su casa por una ventana salvando milagrosamente la vida.
La Guardia Civil llegó a los treinta minutos alertada por los sirvientes del Conde. El viejo oficial de casi 70 años se entregó sin ofrecer resistencia siendo trasladado hasta Salamanca ciudad. En el mismo coche en el que la Benemérita le llevó hasta la Comandancia, iban dos periodistas de la Gaceta que escuchaban perplejos los comentarios de Gonzalo de Aguilera. «Era como si no hubiera pasado nada. El Conde no paraba de hablar e incluso nos contaba que tenía una preciosa colección de coches antiguos. Aseguraba que prefería hablar a recordar lo que había pasado en su finca», afirmaba uno de los redactores.

La justicia no pudo condenar a Gonzalo de Aguilera y Munro puesto que su salud mental estaba terriblemente dañada. Fue internado en un psiquiátrico en el que moriría un 15 de mayo de 1965.
¿Un inflexible jefe de prensa republicano?
A sus 39 años, Arturo Barea ya había vivido suficiente antes de que comenzara la Guerra Civil Española. Afiliado a la UGT y muy próximo ideológicamente hablando al PSOE, este famoso escritor extremeño se convirtió muy pronto en una de las personas más influyentes para los periodistas extranjeros entre los que se encontraba el famoso Ernest Hemingway.
Pocas semanas después de comenzar la contienda Arturo Barea fue destinado a la oficina de prensa extranjera y propaganda del Ministerio de Asuntos Exteriores. Hasta el seis de noviembre de 1936 trabajó codo con codo con Luis Rubio Hidalgo en una de las plantas superiores del edificio de la Telefónica en plena Gran Vía. Ese día, su jefe le anunció que el Gobierno se marchaba a Valencia. Ante la inminente llegada de los franquistas a la capital, Largo Caballero y sus ministros abandonaban a su suerte como cobardes la capital de España: Rubio Hidalgo se fue con ellos pidiéndole a Barea que disolviera la oficina y que salvara el pellejo. No le hizo caso.
Desde ese día decidió seguir en su puesto desobedeciendo las órdenes de su superior. La Junta de Defensa de Madrid, presidida por el General Miaja, le nombró censor jefe de la oficina de prensa de la capital mientras que Rubio Hidalgo se instalaba en un precioso palacete del siglo XIX en Valencia. Los responsables republicanos daban por perdido Madrid, de hecho, el propio Rubio Hidalgo le dijo a un periodista inglés:
«Si me acompañas, serás el único corresponsal británico que salga de Madrid con toda la información. No tengas miedo de perderte nada. Los demás quedarán atrapados aquí por los fascistas y no dispondrán de medios de transporte ni de comunicación. En cualquier caso, después de que esta noche se marche el Gobierno, no habrá más llamadas telefónicas a Londres o París».
Inicialmente, Barea trasladó la oficina de prensa y propaganda al Palacio de Santa Cruz situado muy cerca de la Plaza Mayor de Madrid. Los corresponsales extranjeros que cubrían la defensa de la capital tenían su centro de prensa en el edificio de la Telefónica. Allí redactaban sus crónicas para marcharse posteriormente al Palacio de Santa Cruz donde Barea, como censor responsable, tenía que autorizar el envío o no de las noticias. En el caso de recibir la autorización, los corresponsales regresaban a la Telefónica donde con la ayuda de una telefonista enviaba por teléfono su noticia (un equipo de espías republicanos solían escuchar todo).

Varios investigadores que han estudiado la figura de Barea aseguran que su comportamiento desde noviembre de 1936 hasta finales de 1937 fue permisivo con los corresponsales extranjeros. Sus incondicionales afirman que fue un censor de lo más flexible en un Madrid bombardeado por tierra y aire casi a diario. Sin embargo, uno de los pocos puntos negros de su trayectoria como responsable de prensa fue su papel en los asesinatos masivos de derechistas de Paracuellos del Jarama. Lógicamente, él no tuvo nada que ver con los fusilamientos pero sabemos que sí hizo todo lo posible para que nadie informara de estas matanzas. El diplomático noruego Félix Schlayer y el delegado de la Cruz Roja en España el doctor Henny ya habían informado a varios periodistas de lo que estaba pasando en Paracuellos y algunos de ellos, sobre todo los estadounidenses y franceses, pretendían dar esa información a sus respectivos países de lo que estaba pasando. Barea lo impidió.
La vida de los corresponsales que cubrían la Guerra Civil en Madrid era ardua y difícil, sobre todo por las condiciones de trabajo. El propio Barea explicaba la organización del trabajo en el edificio de la Telefónica:
«Los periodistas tenían su propia sala de trabajo en el piso cuarto, escribían sus informaciones en duplicado y las sometían al censor. Una copia se devolvía al corresponsal, sellada y visada, y la otra se mandaba a la sala de conferencias, con el ordenanza. Cuando se establecía la comunicación telefónica con París o Londres, el corresponsal leía en alta voz su despacho, mientras otro censor sentado a su lado escuchaba y, a la vez, a través de micrófonos, oía la conversación accidental que pudiera cruzarse. Un conmutador le permitía cortar instantáneamente la conferencia».
La influencia comunista y soviética dentro de la oficina de prensa y propaganda era enorme. Mijail Kollt, corresponsal de Pravda, se movía por el despacho de Barea a sus anchas; su papel, al margen del de corresponsal del periódico soviético era el de agente de inteligencia de Stalin. Tanto él como los responsables de seguridad de la Junta de Defensa de Madrid le habían pedido a Barea que su trabajo como censor fuera «exquisito» para evitar que posibles espías enviaran informaciones «encubiertas» al enemigo a través de falsas crónicas. En una ocasión, el periodista estadounidense Matthews quería enviar una cuenta a su editor en la que incluía gastos por el tratamiento de los sabañones que tenía en los pies. Barea, inflexible, pensó que podría tratarse de un mensaje cifrado hasta que comprobó con todo lujo de detalles las úlceras de los dedos del informador.

Muy pronto, a finales de 1936, principios de 1937, Arturo Barea conoció a la austriaca Ilsa Kulcsar, una periodista austriaca que hablaba varios idiomas y que comenzó a trabajar como su ayudante en el departamento de censura, prensa y propaganda. No tardó demasiado tiempo en enamorarse de aquella antigua comunista con la que se casaría en 1938.
Con la guerra perdida, Barea y su mujer se marcharían de España rumbo a Francia. En París malvivieron durante varias semanas hasta que en febrero de 1939, en la recta final de la contienda, cogieron un barco rumbo a Inglaterra. Allí fue testigo de la II Guerra Mundial y allí escribiría su obra maestra: ‘La forja de un rebelde’. En 1948 consiguió la nacionalidad británica muriendo en 1957 en Faringdon, un pueblo del condado de Oxford. Antes de fallecer se había dedicado a la radio presentando cientos de alocuciones en la BBC bajo el seudónimo de Juan de Castilla.
Fuentes utilizadas:
– El Holocausto Español, Paul Preston
– La Guerra Civil Española, Antony Beevor
– Gonzalo de Aguilera Munro, XI Conde de Alba de Yeltes. Vidas y radicalismo de un hidalgo heterodoxo, Luis Arias González
– Los corresponsales en la guerra de España, Centro Virtual Cervantes
– Artículo Diario La Gaceta
[…] El fusil y la palabra […]
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Sinceramente te felicito por tu artículo. Su lectura me ha llevado hasta el edificio de Telefonica durante la GUERRA Civil y me ha permitido imaginarme esas duras disputas entre Arturo Barea y los corresponsales extranjeros. Muchas gracias
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